por Sarah Mulligan
Había una vez una dulce y buena estrella azul con deslumbrantes resplandores rojos que orbitaba junto a un poderoso astro. Ambos iluminaban con su danza un oscuro rincón del universo. La constelación que los rodeaba era tan lejana que ni el más poderoso telescopio de nuestro planeta era capaz de divisarla. La dulce estrella y el poderoso astro eran muy felices bailando una al compás del otro, haciendo deliciosos giros y piruetas por la simple dicha de estar juntos.
Un buen día, el astro se estremeció y no pudo contener los estallidos de colores que salían de su interior. Tan infinito fue su júbilo, tan viva su emoción, que aumentó su tamaño hasta explotar. Millones de colores se irradiaron por el cosmos con intensidad tal que, sin querer, expulsó a la dulce estrella azul hacia el otro extremo del espacio. Al ver lo que había hecho, el astro se apagó por completo hasta desaparecer, mientras la estrella Azul circulaba a toda velocidad por las distintas galaxias añorando la fina danza de destellos que los había unido en un solo abrazo por millones de años.
La dulce y buena estrella azul, aún impulsada por la imparable fuerza de la estampida, no encontraba la manera de detener su vuelo ni hallaba consuelo por aquella pérdida inexplicable. Se dijo a sí misma que nunca más se detendría a amar con sus colores a nadie. De modo que, apenas veía a un planeta daba una vuelta a su alrededor, maravillando a quien la miraba, para marcharse al instante.
Los astrónomos pudieron divisar una maravillosa luz azul que aparecía aquí y allá en la galaxia, pero nunca lograron estudiarla. La estrella se las ingeniaba para permanecer a años luz de quien tuviera deseos de acercarse. Desde entonces, en la tierra se la conoció como “La estrella fugitiva”.
Una noche, la estrella fugitiva hizo un vuelo rasante por un callado paraje de nuestro planeta donde los tintes del suelo se parecían a sus fulgores y los animales descansaban con placidez sobre la tierra caliente y abrasadora.
De pronto, un sonido hondo resonó con la misma intensidad de su propia aflicción atravesando el silencio. Por primera vez en millones de años la estrella azul se detuvo a escuchar. El eco de un llanto insondable la condujo hacia una niña morena de rizos duros como el alambre que intentaba pegar los pedazos de una tinaja de barro deshecha a sus pies. La estrella se acercó más y más. Con su calor derritió los bordes de la vasija y la niña pegó uno a uno los pedazos. Entonces la boca de la chiquilla se abrió en una sonrisa y brilló con la fresca intensidad de un claro de luna. La estrella fugitiva se deleitó con su alegría y sus estelas destilaron una ternura inexplicable llenando la vasija con las aguas de sus lágrimas.
La niña miró hacia el cielo y le agradeció. Le explicó que en aquellas comarcas debían caminar más de cuatro horas para sacar a escondidas el agua clara de los manantiales. Como otras tribus se los disputaban, los pueblos menos favorecidos enviaban a los niños para sacar agua mientras los vigilantes dormían. Sus cuerpos menudos les permitían escabullirse y correr rápidamente en caso de ser descubiertos. Sin saberlo, la cercanía de la estrella había salvado a la muchachita del gran castigo que le propinaría el jefe temido de su aldea.
La dulce y buena estrella azul sintió compasión por la muchacha de sonrisa de luna y comenzó a danzar suavemente a su alrededor. Eran tan delicados su movimientos como infinitos los matices de celestes y turquesas, rosados y carmesíes, dorados y añiles. El firmamento resplandecía, majestuoso. Las tribus enemistadas del Africa se congregaron bajo su esplendor y a la buena estrella le dedicaron sus bailes nativos. De un momento a otro, se habían entrelazado en las mismas melodías y se prodigaban respetuosas sonrisas.
La dulce y buena estrella azul dejó de moverse a toda velocidad pues el dolor del que huía se convirtió en compasión y la compasión en lágrimas y las lágrimas en lluvias bienhechoras y las lluvias en cristalinos manantiales. A la vera de los manantiales crecieron los árboles y sembradíos, los corazones de los hombres se volvieron generosos y los pueblos se unieron por siempre bajo un mismo y entrañable abrazo que desde el cielo se desplegaba y permaneció hasta el final.
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